Para dejarse caer por las imperdibles páginas que escribió Gógol es necesario dejarse atrapar por las más inverosímiles y surrealistas de las situaciones, donde su relato, lejos de inteligir el mundo, lo desarma y lo formula de un modo muy distinto al acostumbrado, aunque después de los meses que llevamos respirando esta pandemia cabría ponerlo en cuestión.
Este cuento escrito por Nikolái en 1836, anuncia que el disparate no es nada nuevo. El escritor ruso precursor del absurdo cuenta la historia de Kovaliov, un funcionario muy seguro de sí mismo y apasionado sin remedio por el reconocimiento social, al que un buen día, o mejor dicho, un muy mal día, le desaparece su propia nariz. Con un propósito mayor del que se puede suponer, es legible la crítica mordaz y agresiva que hace el autor sobre la sociedad de su época. Inmediatamente ya se puede usted estar preguntando que simboliza esa nariz perdida que desde luego nada tiene que ver con una metáfora sobre la anosmia, síntoma que denota la pérdida del olfato y que se pondera para el diagnóstico diferencial del covid, por lo que si su intuición lo lleva por ahí, está oliendo lo suficiente mal.
¿Qué llevaría a una persona a buscar desesperadamente su nariz? Acaso suponer, como causa, la tiranía de la belleza puede parecer tan ridícula como la propia historia del cuento, pero no lo es menos, al pensar en sujetos que se someten a cirugías estéticas por hallar defectos en su percepción del cuerpo, aun cuando no adolecen defectos físicos evidentes, pero nos es dado sospechar, que quizás pretendan la nariz que el último grito de la moda impone.
Ya estamos advertidos por Carlo Collodi, que para hacer crecer la nariz no hacen falta más que unas cuantas mentiras, para perderla según Gógol no es necesario hacer mérito alguno, para ponerla en el cambalache de la cirugía será suficiente con reducirla a una cosa. Y ahora, que llegó hasta el último renglón, solo me resta recomendarle que vaya a meter la nariz al libro que no le recomendé llamado “El mundo como supermercado”, del entrañable y maldito Houllebecq. Se lo escribo con todas las letras y si recae en la duda, asunto suyo, ya lo decía Sartre, es de “mala fe” poner en los demás el peso de la propia responsabilidad